Los recientes -y frecuentes- sucesos de violencia que surgen de algunas comunidades indígenas, dan cuenta de una premisa que no puede permanecer oculta para quienes ejercen una función pública y/o están a cargo de las fuerzas de coerción. Me refiero a que no es posible desactivar un conflicto sin entenderlo. Cuanto más se conozca, más elementos aparecen para encontrar una salida y resolverlo. Tomar decisiones sólo con supuestos es poner nafta al fuego.
El arrastre de daños colaterales, luego de décadas del enfrentamiento ideológico bipolar que caracterizó a la Guerra Fría, desarticuló en los Estados Nación la capacidad de análisis estratégico terminando de germinar paradigmas, en América Central y Sudamérica, un residual particular de la Conquista.
El conflicto social en Latinoamérica en los movimientos indigenistas tiene un catalizador de peso, amalgamando un discurso de odio y rencor que potencia el resentimiento. Asimismo, esta carga negativa facilita la manipulación en contra de la independencia de criterio, a pesar que paradójicamente la dialéctica del discurso invita a la lucha por la “libertad de los pueblos”.
La carga subjetiva a la hora de describir el fenómeno indigenista es inevitable. También podemos tejer conjeturas en torno a la influencia ideológica o a la conspiración de poderosos intereses, ya sea orquestados desde alguna súper agencia de inteligencia o de acciones manejadas desde el poder de las finanzas. Lo cierto de este conflicto étnico persiste a lo largo de la historia hispanoamericana matizado con arrebatos de un humanismo muchas veces hipócrita, sobreactuado y, en ocasiones, apropiado como bandera de un discurso para sostener causas proselitistas.
La deforestación de las raíces culturales de los pueblos indígenas, temor manifestado por la propia Rigoberta Menchu, ícono indiscutido y premio Nobel de la Paz, se ve amenazado por la violencia que se infiltra en las venas de comunidades contaminadas con agentes ajenos a los principios que movilizaron originariamente estas comunidades, más afines a círculos hippies y artesanos que reivindican ideales desvirtuados y con cierta estética afro.
La Patagonia argentina es parte del escenario de conflicto, cuyo desarrollo tiene como protagonista visible a la organización RAM, brazo organizado que ejecuta acciones violentas, reuniendo anticipadamente información para realizar golpes con cierta precisión, en una estrategia asimétrica que preserva el éxito operativo. A esta iniciativa se suman la capacidad de confundir y contradecir con gran habilidad para promover el desbalance de fuerzas, en la búsqueda permanente de quebrar al débil, entendiendo los conflictos del enemigo y profundizándolo.
La no estrategia o negar el conflicto no es el camino para resolver esta cuestión. No se trata de superioridad de fuerzas, no se trata del poder convencional del Estado. Muy claramente el camino del conocimiento específico y localizado sobre el fenómeno da pistas de la salida, si es que buscamos dársela. Tal vez lo adecuado pueda ser la convivencia y no la exclusión, pero falta mucha información.
La debilidad en la conducción y las falencias del aparato estatal en materia de producción y análisis de información es el talón de Aquiles. Así como el hecho de librar esta iniciativa en manos inadecuadas. No se trata de un problema reciente, ni le compete sólo a una o dos gestiones anteriores de gobierno. Si hay alguna similitud entre la actual administración y la anterior es la del vedetismo irresponsable.
La necesidad de fortalecer los lazos, participar y anticipar las acciones de las comunidades en creciente conflicto es parte del trabajo estratégico de funcionarios que deben ejercer ese rol de conducción para resolver las diferencias, sin afectar a la población ni alterar el orden público. Algo que a la fecha refleja una franca ausencia, como un barco a la deriva. |
*Carlos Argentino López es consultor especialista en seguridad e inteligencia.