El 31 de diciembre de 2019 la Comisión Municipal de Salud y Sanidad de Wuhan (China) comunicó 27 casos de neumonía, siete de ellos graves, de etiología desconocida.
El 12 de enero de 2020 las autoridades chinas compartieron la secuencia genética del agente causal. Se trataba de un coronavirus, hasta entonces desconocido, que denominaron SARS-CoV-2.
Fue el 11 de marzo de 2020 cuando la Organización Mundial de la Salud declaró que la enfermedad Covid-19, causada por dicho virus, había ocasionado una pandemia.
Hasta el 6 de abril de 2021 se han producido a nivel mundial un total de 131,49 millones de casos y 2,86 millones de muertes. Esto supone una incidencia acumulada de 1.769,62 por 100.000 habitantes y una tasa de mortalidad desde que comenzó la pandemia de 38,46 por 100.000 habitantes.
En Europa la incidencia acumulada ha sido de 5.048,15 por 100.000 habitantes y la tasa de mortalidad de 107,64 por 100.000 habitantes. En España se han producido 3.317.948 casos y 75.911 defunciones (incidencia acumulada 7.010,25 por 100.000 y tasa de mortalidad 160,39 por 100.000).
Estas cifras reflejan una gran crisis sanitaria, económica y social. Nos dan idea, además, de los recursos asistenciales empleados.
En España se han registrado tres picos. El primero ocurrió la segunda quincena de marzo 2020. El segundo, en la primera semana de noviembre y el tercero comenzó la última semana de enero 2021.
Las hospitalizaciones y los ingresos en UCI también han tenido una intensidad máxima en determinados períodos. En ellos, nuestro sistema asistencial se ha visto muy comprometido. De ahí que la necesidad de reducir la transmisión para, a su vez, disminuir la carga asistencial, hayan sido prioridades indiscutibles.
¿Qué hemos aprendido de la pandemia?
Cuando empezaron a aparecer casos en Europa infravaloramos el riesgo que podía suponer la Covid-19. La asimilamos a una epidemia gripal estacional. Las primeras recomendaciones que se establecieron fueron de baja intensidad.
En este año de pandemia hemos aprendido que no se puede subestimar el riesgo de una nueva enfermedad infecciosa. Hemos podido profundizar en las denominadas “medidas no farmacológicas de prevención” a las que nos hemos acogido en ausencia de medidas farmacológicas tales como tratamientos específicos o vacunas.
Las medidas no farmacológicas de prevención se habían utilizado en las pandemias de gripe del siglo pasado, especialmente en la de 1918-19. Clásicamente incluían aislamiento de los casos, cuarentena de los contactos y mantenimiento de distancia física.
Estas medidas no farmacológicas también incluyen la distancia social, suprimiendo o limitando la actividad en escuelas, centros de trabajo, establecimientos comerciales, centros cívicos y lúdicos, transporte… Sin olvidar la higiene respiratoria (uso de mascarilla) y de manos. En su conjunto, estas medidas se han mostrado efectivas, si bien es difícil llegar a conocer la contribución específica de cada una de ellas.
Se trata de medidas básicas para amortiguar el impacto de las enfermedades que se transmiten por vía respiratoria. Esta pandemia nos ha enseñado que, aunque se trataba de medidas muy clásicas, aún nos quedaba por aprender.
¿Sabemos algo más sobre las medidas no farmacológicas de prevención?
Quisiera referirme especialmente a la utilización de mascarillas y a la ventilación frecuente de espacios cerrados. Al principio de la pandemia, la mascarilla se recomendaba para los sanitarios y no para la población general. Poco a poco se fue haciendo clara la evidencia de la importancia que tenían las secreciones respiratorias para la transmisión. Tanto de casos con clínica como de personas infectadas asintomáticamente y de personas que aún no habían desarrollado manifestaciones clínicas.
Se entendió, entonces, que poner una barrera entre las vías respiratorias de personas que podían ser fuente de infección y las personas aún no infectadas tenía todo el sentido. Así, se generalizó la recomendación (incluso la obligatoriedad en muchos países) de utilizar la mascarilla.
La ventilación frecuente de espacios cerrados es otra recomendación que también se ha añadido en el transcurso de este primer año de pandemia. Esto supone admitir que los aerosoles pueden transmitir el virus.
Partíamos de las experiencias del SARS y del MERS (enfermedades también producidas por coronavirus). Las evidencias disponibles indicaban que su transmisión se producía por contacto directo entre la persona infectada y la persona candidata a infectarse, pero que los aerosoles suspendidos eran poco importantes para su transmisión.
A medida que la pandemia avanzaba, se tuvo conocimiento de que, en algunos casos, sólo el contacto con aerosoles que contuvieran partículas virales en ambientes cerrados podía explicar la infección. Atrás ha quedado la clásica separación que teníamos de que las enfermedades que se transmiten por gotas (las secreciones respiratorias de mayor tamaño) no se transmiten por aerosoles (partículas respiratorias de menor tamaño).
Es difícil demostrar con casos reales la participación de los aerosoles en la aparición de nuevos casos de Covid-19 porque suele haber también contacto directo entre las personas.
Sin embargo, en algunos brotes producidos en espacios cerrados donde no hubo contacto entre las personas, solo la presencia de aerosoles podía explicar las nuevas infecciones. En el campo de la epidemiología la realidad también se impone a lo que creíamos conocer.
También hemos aprendido que hay que buscar constantemente un equilibrio entre la extensión en la aplicación de las medidas no farmacológicas y sus consecuencias económicas, sociales y emocionales (fatiga pandémica). Las recomendaciones futuras sobre medidas preventivas para controlar esta u otras pandemias deberán incorporar lo antes posible las evidencias que se tengan, sin miedo a rectificar.
¿Y si estamos ya vacunados?
La vacunación, que afortunadamente se ha iniciado antes de que hubiera transcurrido un año desde que se compartió la secuencia genética del virus, va a suponer un mecanismo de control de la pandemia no comparable a ningún otro. Ahora bien, las medidas no farmacológicas de prevención siguen siendo importantes.
Todos debemos mantenerlas, tanto los no vacunados como los vacunados. Al final, en algunos vacunados la vacuna puede fallar, porque la eficacia no es 100%. Además, no se conoce en qué medida la vacuna que evita la enfermedad evita también que las personas vacunadas puedan ser fuente de infección. |
*Ángela Domínguez García - Catedrática Medicina Preventiva y Salud Pública, Universitat de Barcelona | The Conversation |