Después de terminar de elaborar los manuscritos, los antiguos griegos los envolvían con una última hoja que especificaba el contenido del rollo o bien llevaba sobre sí el sello de legalización.
A ese revestimiento lo llamaban protokollon, y de ahí viene la palabra que hoy entendemos como “conjunto de reglas”, de esas que, con la venida de la pandemia, proliferaron en todo el planeta.
En concreto, el vocablo protokollon es fruto de la suma de dos elementos diferenciados: “protos”, que puede traducirse como “primero”, y “kollea”, que es sinónimo de “pegamento” o “cola”. A raíz de esto, cabría preguntarse si la definición antigua no sería más acorde para el contexto actual, en el que todo parece pegado con una cola de mala calidad.
Lo que (sobre todas las cosas y hace tiempo) está mal cohesionado es la relación entre el discurso y la acción de los dirigentes. Aunque eso ya se sabe y no se pretende descubrir nada, si hay algo que dejó la pandemia es un haz de luz sobre ciertos modos de vida y prácticas culturales tan arraigadas que se vuelven invisibles. Simplemente se cayó el protokollon y ahora se puede ver el contenido real.
En la Argentina, los gobernantes y sus opositores no pudieron evitar romper las reglas que ellos mismos elaboraron, y aprovecharon el encierro de los demás para reunirse y armar estrategias políticas. María Eugenia Vidal se contagió de Covid-19 y por eso debieron aislarse y testearse unos cuantos dirigentes que habían estado con la exgobernadora de Buenos Aires, algo que terminó por develar los movimientos al interior de Cambiemos.
Aunque el presidente Alberto Fernández, no tuvo coronavirus tampoco fue la excepción: al margen de haber sido visto en numerosas ocasiones sin usar barbijo (que viene de “barba”, punto para el lenguaje machista), el mandatario no pudo evitar estrecharse en profundos abrazos peronistas con cada gobernador de su partido al que visitó durante esta crisis.
Más de uno lo miró desde su sillón y vociferó por la irresponsabilidad del presidente mientras tomaba de una lata de cerveza que no había sido desinfectada. En esa puja habitamos el día a día atravesado por protocolos.
Más allá de la histórica falta de concordancia entre palabras y hechos -mal que aqueja al mundo- a la que nos tienen acostumbrados los representantes, no se puede dejar de observar que ese desfasaje genera confusión en el auditorio que recibe el mensaje, que por caso vendría siendo el pueblo. Esto a su vez deja expuesto el complejo entramado de la cultura textual, cada vez más descontextualizada y recontextualizada por el discurso de las pantallas.
En un horizonte tan diverso desde lo comunicacional, que un texto con significancia única -como debería ser un protocolo- pueda sobrevivir es casi un milagro.
Una cosa es que el lector realice su propia interpretación y le adose al texto su forma de ver el mundo y lo transforme en uno nuevo, otra muy distinta es que el texto sea modificado por el autor antes de que alguien lo haya terminado de leer y comprender.
Los griegos envolvían los manuscritos con el protokollon cuando la obra estaba finalizada, corregida y curada, no antes.
Las constantes idas y venidas de la OMS en cuanto a los alcances del virus y las medidas a seguir, sumadas a la dificultad por parte de la clase política de canalizar esos mandatos en textualidades escritas y visuales claras, hicieron que el protokollon quedara desordenado y mal pegado y que los lectores no supieran por dónde empezar a leer.
El Covid-19 puso sobre la mesa que las desigualdades, la degradación de la democracia y los peligros de la hiperconectividad están erosionando la relación -ya bastante desgastada- entre gobernados y gobernantes, porque el discurso social puntualiza la idea de la diferenciación del ser humano entendido como texto.
La dinámica de la cultura textual está orientada, por una parte, a aumentar la unidad interna de los textos, a delimitar sus fronteras y sus alcances y, por otra, a incrementar la heterogeneidad, las contradicciones semióticas que devienen en nuevos relatos. A eso se debe, al menos en parte, la intención permanente de la clase política de querer identificarse con la idea de ciudadano común. Por ese mismo motivo, todo lo que vemos en los medios es una reinterpretación de nosotros mismos.
La tensión entre la corriente homogénea y la heterogénea constituye uno de los factores de la evolución en el mundo del arte. En la política, o no ha dado resultados o está avanzando demasiado la pulsión divergente. Quizás a ello se deba que, en un marco de crisis de representatividad, se complique tanto llegar a acuerdos que estabilicen ciertos parámetros en torno a la idea de comunidad.
Antes de la aparición de la obra artística, todo era más simple. Los textos dejaron de ser mensajes elementales dirigidos por un remitente a un destinatario para entrar en complejas relaciones tanto con el contexto cultural como con el público lector. Básicamente, cuando los griegos descubrieron que la letra era depositaria de la idea, y por eso la recubrieron tan cuidadosamente con el protokollon.
*Federico García, licenciado en Letras y periodista