Tuve la suerte de nacer en una casa donde no faltaban libros. En invierno, cuando el asma no me permitía salir a jugar con los demás niños, mi madre me ayudaba a matar el tiempo y me daba la misión de limpiar las bibliotecas. De tanto en tanto, me sentaba sobre el sillón y miraba las fotos y dibujos de algunos de esos ejemplares. Con los años, aquello se volvió una aventura.
Los fríos llegaban y se iban con el invierno, pero el asma era más macabro y siempre me recordaba que la falta de oxígeno podía volver con el polen de la primavera, los húmedos chaparrones de verano o el ventoso otoño. A todo esto la habilidad de mi hermano y amigos con el fútbol aumentaba, al igual que mi curiosidad por las cosas que contaban esos libros.
La mayoría de ellos eran de biología y sus diferentes ramas: zoología, botánica, microbiología, anatomía y fisiología humana, y demás. También había de química y física, pero a esos sólo los limpiaba, con los otros tenía un tacto especial, los quería. Era lógico, tenían mejores fotos e increíbles dibujos.
Tenía unos cinco años, tal vez seis o siete, y me asombraba ver tantas cosas dentro de nuestro cuerpo. Un día llegué a preguntarle a mi madre cómo podía ser que no pudiese respirar si tenía un pulmón de repuesto. Me parecía una locura que las plantas coman insectos y que unos diminutos animalitos, a los que sólo se los miraba con microscopios, tuviesen tanta fuerza como para matar a leones y humanos.
Pero tenía dos libros preferidos; uno de historia antigua, de hojas amarillas y dibujos muy tristes, el otro era un atlas de geografía. En el primero había guerras, esclavos, una mujer de finos rasgos que era dueña de unas casas enormes que terminaban en punta y estaban en un desierto enorme, tipos forzudos que se peleaban en circos y a los mejores los llevaban al papá de todos los circos que se llamaba Coliseo y ahí se tenían que pelear hasta con tigres. En el otro libro había planetas, más lunas, montañas de muchos tamaños, mares de colores, volcanes, vientos de arena, un montón de ciudades con diferentes tipos de casas, selvas y lugares helados, tan helados que al verlos me daban ganas de buscar el nebulizador. No éramos fuertes, mucho menos inteligentes, más bien débiles y brutos.
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En el departamento B del piso 11 se encontraba el mundo, yo estaba en él. Además de las tres bibliotecas, me acompañaban los inquilinos del terrario, siempre lleno de bichos raros, alguna que otra culebra, lagartijas o ranas. Las peceras iban y venían, a veces con peces otras con ratas con o sin pelos. Había un pingüino embalsamado y sobre la alfombra se paseaba mi tortuga Agilino. Lo primero que hacía mi madre cuando se levantaba cada mañana era regar las plantas que se amontonaban por todos los espacios del living, también les hablaba. La cuestión es que vivía dentro de un National Geographic en donde podía respirar.
Con el tiempo se fueron sumando libros que antes no estaban. Así fue que navegué junto al Corsario Negro, de Emilio Salgari; conocí a Stevenson en La isla del tesoro, junté coraje y viajé de la mano de Jack London por el Yukón, donde sentí el Llamado de la selva; me convertí en saqueador con Robin Hood, fui un Capitán rebelde junto con Rodolfo Fallini, y por reír con Tom Sawyer me abrace a Mark Twain durante años. Tenía un montón de amigos.
Mientras duraba el verano podía estar dos o tres días con los bronquios tomados, no más; el calor me dejaba jugar en la calle. Durante el resto del año, las aventuras estaban en el piso once. Era más divertido estar en esa cuarentena obligada que ver cómo me metían los goles. Será por todo eso que no me gustaba ir al colegio y era tan mal alumno, el aula me aburría.
Otros autores me ayudaron a sobrellevar el liceo militar durante la adolescencia, donde seguí siendo un mal alumno. Después de gimnasia me escondía para evitar bañarme, no es que era sucio, sentía frío. Por aquellos años el asma me dejó y seguí conociendo nuevos amigos: Julio Verne, Miguel Cané, Oscar Wilde.
Un buen día, en tercer año, una mujer con anteojos, nariz puntiaguda y pesados rulos me hipnotizó con el Siglo de Oro español. Debe haber sido la única vez que me sentí feliz por haberme llevado una materia. Lazarillo de Tormes, El burlador de Sevilla, el Buscón de Quevedo; don Miguel de Cervantes, el manco de Lepanto; Lope de Vega, quien me enseñó el sentido de unidad cuando todos gritaron “Fuente Ovejuna lo hizo”. Pero antes de todo eso la profesora me marcó con Rodrigo Díaz de Vivar, y me pegué un viaje que duró décadas. La lealtad, la traición, el destierro.
Fue gracias a los libros que mi adolescencia de uniforme estuvo llena de aventuras. Ellos fueron aire, solución fisiológica, analgésicos para cualquier dolor. Más tarde marché con los internacionalistas y junto con Roberto Jordan nos fuimos a volar un puente para frenar el avance de los falangistas. Luego me enfrasqué en la mayéutica socrática y las cosas se pusieron álgidas con Nietzsche.
Lo de Borges también fue cosa de respirar. Las operaciones que tuve por dos neumotórax en un mismo pulmón en menos de cuatro meses, me reconciliaron con el cuentista. Ustedes saben de qué les hablo, hay escritores para cada momento de la vida. Además, las relecturas nos emparentan más con sus autores que con las mismas obras.
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Desde hace unos seis meses vengo comprando más libros de los que realmente puedo leer. Son producto de una lista que voy cambiando cada vez que pienso en esos animalitos microscópicos que miraba de niño mientras limpiaba las bibliotecas del piso 11. Observo a cada uno de esos libros como una suerte de chaleco salvavidas frente a una catástrofe en medio del mar. Tubos de oxígeno para respirar. Animalitos de mierda, pandemia de mierda. |