Victorias con sabor a derrotas y eliminaciones con gusto a campeonatos pueden darse en el deporte, en la vida y, por eso, en la política. Se vive como se juega, dicen. Y hay veces que a un grupo de ignotos players les toca festejar alocadamente el primer gol en la historia contra su ex país colonizador, en un partido que pierden 10 a 1.
Todo recae en la expectativa generada. Si el resultado es superior al esperado, será celebrado, aunque no sea una victoria plena, por aquel que pretendía perder de todos modos. La simple lógica humana no resiste análisis profundos. Al fin y al cabo, todo problema es un problema de lenguaje.
Así lo dejan expresado las frases de diciembre de 2019, que tras la derrota por menos margen del estipulado pregonaban la representatividad del 41% como bastión de la resistencia macrista, luego de una épica recorrida del entonces presidente Mauricio Macri que derivó en un importante recorte de distancia con Alberto Fernández.
A menos de dos años de aquella fecha, el 41% se repitió en caudal de votos, no así en caudal de sonrisas. La irrupción repentina de la celebración de los perdedores instaló una lógica discordante que impidió que la expectativa de victoria aplastante generada por el discurso del otro coincidiera con la realidad empírica.
Derrotas felices y victorias tristes
La biología frentista de la política nacional lleva a preguntarse si ambos espacios de la grieta no han concluido que la idea de “unidad” es la garantía para conseguir los deseos electorales que a su vez se conviertan en la realización de la esperanza y la instalación de la iconografía propia.
Por eso, las derrotas felices generan nuevos encuentros, como la demostración de fuerza del Frente de Todos en Plaza de Mayo, mientras que las victorias tristes producen reclamos al interior del equipo, como los de Patricia Bullrich hacia Horacio Rodríguez Larreta por el desempeño en la capital. No alcanza con ganar, hay que mostrar concordancia.
Después de todo, el triunfo no es más que una posición de discurso cargada de energía colectiva. Es decir, gana el que puede imponer la dialéctica del campeón entendida como la superación de la expectativa. En el país de Marcelo Bielsa y de Los Pumas esto es bien entendido, pero poco aceptado.
Tal vez, en el slogan “todo unidos triunfaremos” coincidan los rasgos populistas del habla macrista y kirchnerista que señalan los libertarios, aunque sea una lógica de la que no escapa Javier Milei, que durante la campaña le encontró el gusto a hablar, gritar, cantar y bailar frente a las multitudes y que le alcanzó para posicionarse como tercera fuerza en uno de los distritos clave del país. Sin dudas, un tercer puesto con sabor a copa mundial.
Cada político argentino lleva un fastuoso desfile triunfal en su interior, lo demás es esperar la oportunidad para proponerse un objetivo superable. Alberto Fernández no ganó la elección, pero superó la expectativa generada en un contexto desfavorable y eso le alcanza para reposicionar su voz en el frente interno.
Por definición, un vencedor vencido puede ser quien se sienta vigoroso aun derrotado, o bien alguien que, habiendo ganado, no puede sentir el éxtasis. |