En un contexto atípico para muchos países que inauguraron registros significativos de inflación, entre ellos Estados Unidos con 7 puntos anuales -el mayor nivel desde junio de 1982-, en el ranking global, la Argentina, se ubicó en el cuarto puesto entre Venezuela, Sudán y Siria.
“No sé qué más le puede pasar a la Argentina”, dijo Alberto Fernández hace pocos meses, al presentar el programa +Precios Cuidados, frente a empresarios y funcionarios de su propio gabinete, luego que se conozca que en 2021 la inflación había acumulado 50,9 %.
El dilatado acuerdo con el FMI, que parecía llegar para “despejar nubarrones”, parece haber quedado viejo frente a las variables globales que complican más cumplir con la principal meta: reducir el déficit fiscal, que surge de la diferencia entre lo que el gobierno ingresa y egresa.
Esa ecuación que puede resultar simple de manejar en una economía hogareña, cuando las familias se disponen a ordenar sus números y buscar dónde “achicar gastos”, pero no es tan simple si se maneja la economía de un país, y mucho menos en un contexto de casi guerra mundial.
Las opiniones de los analistas están atravesadas por la grieta que los impulsa a sentenciar que ahora la Argentina deberá negociar cada 3 meses para no entrar en default, por un lado, y quienes ven en el entendimiento la salida del tren fantasma.
Lo cierto es que, en el plano terrenal, se reaviva el agrio recuerdo de la 125, frente a la posibilidad de incrementar retenciones para aumentar los ingresos que surgen de los derechos de exportación, y parece que en la situación actual el Gobierno ya no tiene de donde sacar.
En una batalla que enfrenta a quienes tienen capacidad para alimentar al mundo y quienes a penas con un salario mínimo de 33.000 no completaron una canasta básica en febrero, y en varios de los últimos meses.
Datos, que pueden ser leídos como un cálculo estadístico pero que representan personas, niños y niñas que no llegan a fin de mes y no entienden -ni deberían hacerlo- sobre brechas cambiarias y especulaciones financieras.
Esta semana cuando el Presidente anunció que iniciaba “la guerra contra la inflación” dijo que se propondría “terminar con los especuladores”. Sin embargo, si la raíz de la problemática es “multicausal”, este diagnóstico estaría errado o, al menos, trunco.
¿La inflación sólo la generan los formadores de precios? ¿Esos monopolios sólo están en la Argentina? ¿Por qué países como Brasil, Uruguay o Chile, con niveles de concentración iguales o mayores que el de Argentina, tienen tasas de inflación notoriamente inferiores?
Los anuncios del viernes parecen ser parte del mismo diagnóstico para una enfermedad que genera un “efecto catapulta” tanto en la economía como en la política, derrumbando la imagen del Presidente y sus funcionarios. Del actual y los anteriores que, de distinta forma, también la subestimaron.
Por estas horas, en el centro de poder del Gobierno que ya expuso su fractura, la política se dirime entre quienes quieren caer con el peso de la ley sobre los sectores de mayor peso político y quienes buscan consensuar acciones. El problema, sin embargo, es más político que económico, ninguna de las dos alternativas tiene una mirada de mediano-largo plazo, sino más bien busca llegar de pie a 2023.
Así como la pandemia fue un contexto atípico y adverso, ahora, lo es la guerra. Lo que puede hacer distintas, en el corto plazo, las viejas y ya conocidas medidas, puede ser el contexto, la “economía de guerra”. La clave en este sentido, será el diálogo, pero no fundamentalmente con la oposición sino puertas adentro para gobernar pese a las diferencias, antes que la inflación los catapulte.|