El duque de Edimburgo cumpliría 100 años. Ignacio Peyró, director del Instituto Cervantes en Londres, analizó el significado de su adiós. Con cerca de 750 integrantes de las Fuerzas Armadas para solemnizar la despedida, tildar de sobrio el funeral del duque de Edimburgo puede parecer una paradoja, pero eso sería tanto como desconocer el don de los británicos para la liturgia y el uniforme, para la pompa —incluida la fúnebre— y la circunstancia.
Si los ritos finales del consorte se corresponden, según el protocolo de la Corona británica, con los del “funeral real ceremonial”, apenas podemos imaginar lo que sería aquel Woodstock de la realeza que atestó Londres con ocasión del entierro de la reina Victoria en 1901, al tiempo que la soledad de la reina Isabel en la capilla parecía poner de manifiesto que todo funeral no deja de ser un anticipo del propio.
Al menos el duque de Edimburgo pudo coreografiar el suyo: más allá de evitarse un ataúd en madera de cervecería alemana, el diseño de sus exequias y menos homilías, fue proyección fiel de sus deseos. No hace falta ser un semiota, sin embargo, para oponer el sepelio del duque de Edimburgo a dos de los momentos de la casa real inglesa —una boda y un funeral— que han acaparado mayor atención mediática en el último cuarto de siglo.
Así, es común señalar los días posteriores a la muerte de Diana de Gales como un hito en la historia británica: el instante emotivismo por completo ajeno a la tradición de un pueblo, famoso por ella y orgulloso de ella. En verdad, tanto el COVID-19 como las peticiones de las autoridades evitaron la acumulación de flores y carteles sentimentales en las verjas de Buckingham.
Pero la pena, cierta, por la muerte del duque tuvo más de un respeto y una consideración antiguas de lo que incluso podía haberse esperado: detrás de la reina, el duque ha estado presente en todos los acontecimientos de la vida pública británica de los últimos tres cuartos de siglo.
Después del impacto severísimo de la muerte de Diana, la Corona iba a conocer todavía días de mayor romance con la opinión pública, por tanto, la belleza consolatoria del funeral del duque no ha hecho las veces de bálsamo en un momento de necesidad. Con el instinto de supervivencia y la intuición del sentir popular propia de los mejores años de la dinastía, el adiós al consorte real no solo se ha opuesto al emotivismo de 1997, sino a la retórica millennial que acompañó la boda de Harry y Meghan en 2018.
Walter Bagehot, el teórico victoriano de la monarquía, afirma que, a fin de cuentas, uno de los éxitos de la Corona como institución es encarnarse en una familia, de modo que el pueblo no dejará de sentir que los llantos reales, sean de dolor o de día de júbilo, son muy parecidos a los suyos propios. El mismo Londres que se llenó de alegría y banderitas para la boda de Harry y Meghan se llenó de crespones negros, retratos conmemorativos y banderas a medio mástil en los días de duelo por el duque.
En Windsor precisamente iba a morir el más célebre de los consortes británicos, el príncipe Alberto, marido de la reina Victoria. La propia monarca llegaría a ser conocida, tras su deceso, como “la viuda de Windsor”: tan hondo fue su dolor que, durante años, mantuvo el cuarto de su Alberto tal y como estaba cuando murió, y decidió ya vestir de negro de por vida. Victoria se mantuvo siempre en una sorprendente algidez de enamoramiento por Alberto, tras un flechazo no muy distinto del que iba a tener Isabel II cuando conoció a Felipe de joven marino.
Es una ironía que los mejores consortes reales de la historia, Alberto y Felipe, tuvieran ambos, al principio de sus matrimonios, la misma sensación de ser inútiles, decorativos, prescindibles. Y es llamativo cómo cada uno logró hacerse con un puesto hecho a su medida: si Victoria y Alberto quisieron justificar la monarquía contemporánea por su vertiente filantrópica, Isabel y Felipe han llevado esa comprensión a una plenitud nunca alcanzada por sus antecesores. Y los dos consortes, tras las reservas que merecieron en sus comienzos, se ganaron, el respeto más profundo de los británicos.
Hay otro rasgo más inesperado que los hermana. Nadie ha podido decir nunca una palabra contra los matrimonios de Isabel y Felipe, de Victoria y Alberto. Pero ambos matrimonios sufrieron de modo extraordinario por su descendencia: el príncipe Carlos puede haber tenido divorcios y filtraciones a la prensa escandalosas, pero de Bertie se llegó a decir que mató a su padre a disgustos. Y aquí la ironía se alía a la esperanza: ¿qué futuro le espera a la Corona? Quizá el camino de Bertie —Eduardo VII— para Carlos: un rey que llega al trono ya mayor, muy vivido y con gran escepticismo a su alrededor. Y un rey de reinado tan breve como espléndido. Sería justo pago a los desvelos del duque.|