Desde hace algún tiempo, pero especialmente durante los últimos días, se ha sugerido la posibilidad de modificar la pauta de inmunización de las vacunas frente a la COVID-19, de manera que el intervalo de 3-4 semanas entre la primera y la segunda dosis se extienda notablemente, quizá hasta las 12 semanas o más. Y priorizar así vacunar con la primera dosis al mayor número de personas posible.
Es indudable que administrar la primera dosis a más personas, en vez de utilizar los viales disponibles para completar la pauta a las personas que ya recibieron la primera dosis, aceleraría el número de personas inmunizadas, al menos parcialmente, en un entorno de escasez de vacunas. La pregunta es: ¿tiene esto sentido desde el punto de vista inmunológico?
¿Por qué necesitamos dos dosis?
Cuando las células del sistema inmunitario reconocen el antígeno por primera vez, la respuesta es lenta, poco refinada e ineficiente. Es lo que se llama respuesta primaria. E implica que, si el patógeno es muy virulento, nuestro sistema inmunitario sea incapaz de controlar la infección con solo esa exposición.
La situación cambia por completo si entramos en contacto con el mismo antígeno una segunda vez. En ese caso, esta respuesta secundaria es mucho más rápida, mucho más potente y, en definitiva, mucho más eficaz, con lo que las posibilidades de sobrevivir a patógenos muy virulentos es muy alta.
¿Qué obra semejante maravilla? Pues las células memoria, células de larga vida generadas como elemento terminal de una respuesta específica, y que guardan la información sobre cómo responder de manera rápida y potente.
Cuando vacunamos, el objetivo final es precisamente producir estas células memoria, que serán nuestro salvavidas en caso de infección. La cuestión es que generar un número suficiente de células memoria requiere habitualmente, aunque no siempre, dos o tres inyecciones de la vacuna, dependiendo de la inmunogenicidad del antígeno con el que vamos a vacunar.
¿Por qué se ha sugerido la idea de diferir la segunda dosis?
Los ensayos clínicos que se han realizado, y en base a los cuales las tres vacunas aprobadas en la Unión Europea han obtenido su licencia, requieren dos dosis espaciadas entre sí un plazo de tres semanas (Moderna) o cuatro semanas (Pfizer-BioNTech; Astra-Zeneca).
La cuestión es que no tenemos datos fiables sobre la efectividad de las mismas si se administran de manera diferente. Y sin embargo, desde varios círculos se ha sugerido la idea de diferir la segunda dosis.
Hay dos hechos que han avivado esta polémica. En primer lugar, la decisión de la autoridad reguladora del Reino Unido de permitir la administración de la segunda dosis de la vacuna de Astra-Zeneca hasta un máximo de 12 semanas tras la primera. En segundo lugar, los datos que nos llegan desde Israel, el país que probablemente va más avanzado en su campaña de vacunación masiva.
Científicos israelíes han encontrado que aquellas personas que sufren una infección a partir de los 12 días tras recibir la primera dosis de la vacuna de Pfizer-BioNTech tienen una carga viral sustancialmente más baja que los infectados no vacunados. Esto supondría (aunque no lo estudian) que la enfermedad tendría un curso clínico más benigno.
En un segundo estudio, quizá el que más se ha utilizado para justificar esta medida, se demuestra que la dosis única propició una reducción de hasta el 75% en el número de infectados.
Finalmente, dos epidemiólogos canadienses sugirieron en la revista New England Journal of Medicine la administración de una sola dosis de la vacuna de Pfizer-BioNTech hasta que todos los grupos de riesgo estén inmunizados, ya que su interpretación de los datos del ensayo clínico sostiene que se alcanzaría hasta un 92% de inmunización a partir de los 12 días de administrar la primera dosis. Por tanto, habría datos que apoyarían esta posibilidad.
No es tan simple
Pero, como siempre, las cosas no son tan simples como aparentan. En el debate se han pasado por alto algunos hechos clave. En primer lugar, y en lo que se refiere a los datos de la vacuna de Oxford-Astra-Zeneca, sabemos que existieron inconsistencias y errores durante el desarrollo de los ensayos clínicos de esta vacuna. Por eso, mientras que en el Reino Unido se está administrando la vacuna a toda la población y con una pauta de hasta 12 semanas entre dosis, la Unión Europea ha decidido restringir la franja de edad a la que se administra la vacuna (en España en este momento, a menores de 55 años) y mantener la pauta de cuatro semanas. Quizá podamos resolver estas dudas conforme avance la vacunación en el Reino Unido y tengamos nuevos datos más precisos.
En segundo lugar, el estudio israelí que sugiere una reducción de contagios del 75% no está realizado en la población general, sino que recoge los datos del personal vacunado del Sheba Medical Centre, un enorme hospital de casi 10 000 trabajadores, y que pertenecen por tanto a una franja de edad relativamente joven. Por tanto, no podemos extrapolar esos resultados a la población general, y, muy especialmente, a los ancianos en los que sabemos que la respuesta inmunitaria es sustancialmente más débil que la observada en jóvenes.
Por último, la carta de los dos epidemiólogos canadienses apoyando el retraso en la administración de la primera dosis es contestada, en el mismo número de la revista, por otras tres que no hacen la misma interpretación de los datos y que, por lo tanto, no apoyan la modificación de la pauta.
¿Qué hacemos entonces?
En mi opinión, los datos de los que disponemos hasta el momento no apoyan ni justifican un cambio de criterio sobre el aprobado por la Agencia Europea del Medicamento. Debemos recordar, una vez más, que la gravedad de la presentación clínica correlaciona con la edad, y no existen hasta el momento datos desagregados por esta variante que sean suficientemente sólidos.
Debido a la mayor debilidad de la respuesta inmunitaria de los mayores, ya claramente evidenciada en los ensayos clínicos, es posible que este colectivo no alcanzase un nivel de protección inmunitaria suficiente si la vacunación se restringe a una dosis o si se difiere en exceso la administración de la segunda.
Lo que es peor, este control incompleto de la infección podría favorecer el desarrollo de nuevas variantes del virus. Una infección crónica podría ocasionar el escape de aquellas variantes capaces de resistir una respuesta inmunitaria poco vigorosa, lo que quizá haría al virus más virulento y letal. Justo lo último que necesitamos.
En mi opinión, la aprobación dentro de pocos días de las vacunas de Johnson and Johnson (fabricada por su filial europea Janssen) así como la de la alemana CureVac hará que el suministro de vacunas aumente significativamente a corto plazo. Y debemos concentrarnos en alcanzar el objetivo de proteger completamente a la población más susceptible, la de mayor edad, lo antes posible.
Estas consideraciones, junto con la ausencia de datos clínicos sólidos que lo avalen, hacen que no estime adecuado desde el punto de vista inmunitario el cambio de la pauta de administración. Creo que, en este momento, los riesgos superan a los beneficios. |
Ignacio J. Molina Pineda de las Infantas - Catedrático de Inmunología, Centro de Investigación Biomédica, Universidad de Granada |