El "Amado Señor" de la novela de Pablo Katchadjian le pide al narrador que le dé una explicación de lo que está haciendo, pero luego de elucubrar algunas respuestas como un torpe equilibrista de la reflexión (que se cae y se levanta de sus certezas), y en una deriva permanente del pensamiento, llega a la conclusión que no cree que exista ese interlocutor y empieza a hablarle a todas las cosas, que están dispuestas a dialogar con él, mientras empiezan a aparecer enmarcados distintos relatos. Su entrevista con Télam:
¿Pensaste en algún texto en particular para encontrar y trabajar la voz de tu novela?
- Pablo Katchadjian: "Carta al padre" de Kafka y "Las confesiones de San Agustín", donde una segunda persona le habla a alguien que está por encima, son los dos libros de origen del deseo de escribir así, me parece, que lo llevo conmigo desde hace muchos años y recién encontró su expresión ahora. El éxtasis de San Juan de la Cruz, con su dialéctica entre entender y no entender, también. Pero también Daniil Jarms o Lorenzo García Vega o Leonora Carrington. Es decir, misticismo y absurdo, que coinciden en que los dos arman un centro de no conocimiento, de lo que no se puede saber, y lo rodean de miles de maneras. El cambio de destinatario, en este sentido, es claridad y confusión a la vez: claridad porque ve que no hay una sola cosa a la que hablarle, y confusión por lo mismo. Todo para armar ese hueco sin tiempo en el que no se ve ni entiende nada y, al mismo tiempo, se entiende todo, pero de una manera que no tiene utilidad práctica.
¿En el cambio de destinatario hay un guiño y un homenaje al lector?
-P.K.: Cambia de destinatario cuando se da cuenta de que el "Amado Señor" no es un señor y quiere llamarlo "Señora", pero no es tampoco una señora. Es decir, cuando piensa: ¿a qué le estoy hablando? Le estoy hablando a todas las cosas, se dice. Y todas las cosas escuchan y están dispuestas al diálogo. Es un descubrimiento hermoso. Para mí lo fue, al menos: podés hablarle a cualquier cosa y esa cosa, si sabés hablarle, te va a escuchar y, aunque no tenga boca o no se pueda mover, va a darte a entender sus respuestas de alguna manera. Claro que sería uno el que traduce las respuestas, pero ¿no es siempre así? Así que cambia para no cambiar, como el fuego o el agua hirviendo.
¿Por qué a partir de la mitad del libro aparecen con más intensidad relatos?
- P. K.: Lo que pasa ahí es que el narrador, al descubrir que tiene un tema (la forma de conversar), tiene que escapar del tema y empieza a contar historias por temor a aburrir a su interlocutor: si los amigos ya saben sobre qué están hablando tienen que empezar a hablar sobre otra cosa. Pero al llegar a las historias de esa manera llega como liberado a la narración, sin presiones, sin necesidad de, como dice, encantar o seducir, porque en verdad ya puede decir cualquier cosa. Cuando pasó eso me pareció una especie de traición al libro, pero es una traición por compromiso con el libro, por fidelidad. Pero ahí, como vos decís, es cuando se da vuelta, y entonces uno podría preguntarse si no estaba todo en función de eso, todas las preguntas y dudas para llegar a la narración de esa manera. Porque después de empezar a narrar todo se mezcla y lo que sigue es narración y preguntas intensificadas.
¿Cómo puede ser leída la recurrente idea de libertad en tu novela?
- P.K.: En un libro de 1970, Shklovski dice que las nuevas formas del arte no aparecen porque haya que renovar las formas sino porque la humanidad lucha por la expansión de su derecho a la vida, por el derecho a buscar y conquistar formas de felicidad antes vedadas. Así, dice, el reino del arte se expande con elementos antes prohibidos y algunos de los viejos elementos se vuelven formales. Quizá es eso lo que hace que ciertos libros sean vistos como "vanguardistas": que sigan interesados en la libertad. Y la libertad no puede ser individual, así que no podría ser una idea más anacrónica. Y a mí me interesa ese anacronismo.